Hoy quiero
compartir un pasaje de El Amor en los Tiempos del Cólera, novela de Gabriel García Márquez, que me parece
profundamente hermoso y de un humor delicioso.
...El
doctor Urbino la encontró sentada frente al tocador, (a su esposa) bajo las
aspas lentas del ventilador
eléctrico, poniéndose el sombrero de campana con un adorno de violetas de fieltro.
El dormitorio era amplio y radiante, con una cama inglesa protegida por un mosquitero
de punto rosado, y dos ventanas abiertas hacia los árboles del patio por
donde
se metía el estruendo de las chicharras aturdidas por presagios de lluvia.
Desde el regreso
del viaje de bodas, Fermina Daza escogía la ropa de su marido de acuerdo con el tiempo
y la ocasión, y la ponía en orden sobre una silla desde la noche anterior para
que la
encontrara lista cuando saliera del baño. No recordaba desde cuándo empezó
también a
ayudarlo a vestirse, y por último a vestirlo, y era consciente de que al
principio lo había hecho
por amor, pero desde unos cinco años atrás tenía que hacerlo de todas maneras porque
él no podía vestirse por sí solo. Acababan de celebrar las bodas de oro matrimoniales,
y no sabían vivir ni un instante el uno sin el otro, o sin pensar el uno en el
otro, y lo sabían cada vez menos a medida que se recrudecía la vejez. Ni él ni
ella podían
decir si esa servidumbre recíproca se fundaba en el amor o en la comodidad,
pero nunca
se lo habían preguntado con la mano en el corazón, porque ambos preferían desde siempre
ignorar la respuesta. Ella había ido descubriendo poco a poco la incertidumbre de
los pasos de su marido, sus trastornos de humor, las fisuras de su memoria, su costumbre
reciente de sollozar dormido, pero no los identificó como los signos inequívocos
del óxido final, sino como una vuelta feliz a la infancia. Por eso no lo
trataba como
a un anciano difícil sino como a un niño senil, y aquel engaño fue providencial
para ambos
porque los puso a salvo de la compasión.
Otra
cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que
era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas
de cada día. Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega
cuando ya no sirve para nada. Fermina Daza había soportado de mal corazón, durante
años, los amaneceres jubilosos del marido. Se aferraba a sus últimos hilos de sueño
para no enfrentarse al fatalismo de una nueva mañana de presagios siniestros, mientras
él despertaba con la inocencia de un recién nacido: cada nuevo día era un día más
que se ganaba. Lo oía despertar con los gallos, y su primera señal de vida era
una tos
sin son ni ton que parecía a propósito para que también ella despertara. Lo oía rezongar,
sólo por inquietarla, mientras buscaba a tientas las pantuflas que debían de estar
junto a la cama. Lo oía abrirse paso hasta el baño tantaleando en la oscuridad.
Al cabo
de una hora en el estudio, cuando ella se había dormido de nuevo, lo oía
regresar a vestirse
todavía sin encender la luz. Alguna vez, en un juego de salón, le preguntaron cómo
se definía a sí mismo, y él había dicho: “Soy un hombre que se viste en las tinieblas”.
Ella lo oía a sabiendas de que ninguno de aquellos ruidos era indispensable, y que
él los hacía a propósito fingiendo lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo
no estarlo. Los motivos de él eran ciertos: nunca la necesitaba tanto, viva y lúcida,
como en esos minutos de zozobra.
No
había nadie más elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una mano
sobre la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban la sensualidad
de creerse dormida cuando ya no lo estaba. El doctor Urbino sabía que ella permanecía
pendiente del menor ruido que él hiciera, y que inclusive se lo habría agradecido,
para tener a quien echarle la culpa de despertarla a las cinco del amanecer. Tanto
era así, que en las pocas ocasiones en que tenía que tantear en las tinieblas porque
no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con
voz de
entresueños: “Las dejaste anoche en el baño”. Enseguida, con la voz despierta
de rabia,
maldecía:
-La
peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir.
Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado. Pero fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño.
Empezó
con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio,
en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender
la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, los ojos cerrados,
la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba
a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones
de linos en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo:
-Hace
como una semana que me estoy bañando sin jabón -dijo.
Entonces
ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque
en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta
tres días
antes, cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después
lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad
no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero
sí tres
días imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de
sacarla de quicio.
Como siempre, se defendió atacando:
-Pues
yo me he bañado todos estos días -gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón.
Aunque
él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se
fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del
Hospital de
la Misericordia, y sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer
antes de
las consultas a domicilio. Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar,
fingiendo hacer
cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los
caballos del
coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes,
lo único
que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera
que no había jabón en el baño, y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él
no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.
El
incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos
minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los
otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se
asustaron
con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían
hecho mucho más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos
a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera
Dios quien
decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces
ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:
-¡A
la mierda el señor arzobispo!
El
improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no fue
fácil desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de zarzuela:
“¡A la mierda
el señor arzobispo!”. Consciente de que había rebasado la línea, ella se
anticipó a la
reacción que esperaba del esposo, y lo amenazó con mudarse sola a la antigua
casa de su
padre, que todavía era suya, aunque estaba alquilada para oficinas públicas. No
era una
bravata: quería irse de veras, sin importarle el escándalo social, y el marido
se dio cuenta
a tiempo. Él no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el
sentido de admitir
que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de
seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra.
Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con
los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que éstos se dieran cuenta de que
no se hablaban. Como
en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales,
porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones
reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban
para cepillarse los dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó
a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo,
y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que despertara
y se fuera. Él despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la
veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para
recordarle que
debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la cama de plumas
de los bisabuelos,
que prefirió capitular:
-Déjame
aquí -dijo-. Sí había jabón...
El Amor en los Tiempos del Cólera
Gabriel García Márquez
RBA Editores
PP 41-45
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