Escuchó en la radio la noticia del bombardeo con armas químicas a la ciudad Siria de
Jan Sheijun, en el que hubo al menos 58 muertos y unos 170 heridos (entre ellos
varios niños), y no pudo evitar pensar, una vez más, en la salvaje indiferencia
del ser humano. Para él, el hombre es la más primitiva de todas las especies
que habitan la tierra. Un depredador, lo mismo con sus semejantes que con otros
seres vivos, ya fueran plantas o animales. Alguna vez leyó que era Satanás
quien en realidad gobernaba la tierra. Era cierto. Reinaba sobre, con y para su
creación, el hombre. De que otra forma podría explicarse el establecimiento y
preservación de sistemas que permitían al hombre cometer toda clase de
atrocidades: explotación sexual y laboral de mujeres y niños, asesinatos en masa
de hombres, mujeres y jóvenes, ya sea por estar en contra del sistema o para
infundir miedo a la sociedad. La creación artificial de conflictos que
derivaban en guerras dirigidas por gobernantes, empresarios y altos mandos
militares desde sus escritorios. La tortura y el asesinato de animales,
disfrazados de arte y entretenimiento. La explotación de los recursos naturales
para acrecentar poder y riqueza en detrimento de otras especies, llevando a
algunas de ellas, incluso, hasta la extinción. La mayor parte de estos crímenes
quedaban sin castigo, perdidos en un laberinto de complicidades.
Para
él quedaba claro que Dios no tenía injerencia alguna sobre el ser humano. Que
las únicas creaciones de Dios eran las plantas y los animales, a quienes había
dotado de los instintos necesarios (que por lo visto, eran más confiables que
el libre albedrío) para sobrevivir, alimentarse y procrear. No necesitaban más.
No mataban a otras especies por placer, sino para defenderse y alimentarse.
A
diferencia de los animales, al hombre le había sido otorgado el libre albedrío,
pero este era arrastrado por debajo de sus instintos provocando una perversión
medida, calculada, enfocada.
Y
el hombre se regodeaba en ella…
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