
Hasta los 7 años fue un nómada escolar. No recordaba con precisión por cuantas escuelas había pasado el primer año de primaria. Sus estancias eran de semanas. A lo mucho de un par de meses. Tenia recuerdo de algunas de ellas por ciertas historias cómicas. En una, las niñas de sexto grado lo mimaban. Algunas le pagaban por dejarse cargar. Su tarifa era de diez centavos, aunque terminaba accediendo por cinco. En otra era muy disputado por su habilidad para jugar fútbol. Al llegar a casa, después de disputar las "cascaritas" como si estuviera en el Estadio Azteca, era reprendido por su madre por llevar los pantalones y el suéter raídos y sucios por los foules que le cometían, y las espectaculares paradas que hacía cuando le tocaba ser portero. El mayor reclamo era por los zapatos, siempre sucios y raspados de tanto patear el balón. Se abstuvo algún tiempo de jugar por miedo a los regaños y chanclazos de su madre, pero su pasión por el fut era tal, que encontró la solución en jugar descalzo, con los pantalones al revés, y despojado de la camisa escolar.

Otra fue un internado al pie del cerro del Chiquihuite. La experiencia fue enriquecedora. Paradójicamente, en el encierro se sentía más en libertad. Estudiaba, nadaba, corría, jugaba fútbol... y aprendió a decir groserías, aunque jamás fueron parte de su vocabulario. La disciplina era casi militar. Levantarse a las cinco de la mañana, tender la cama de forma impecable, bañarse y estar listo a las 7 en el comedor para el desayuno, clases y actividades deportivas. A media tarde era libre de deambular por las instalaciones del internado hasta la hora de la cena. Las diferencias se dirimían mediante un "tiro", limpio, uno a uno, arreglado con los encargados de dormitorio, en la cancha de fútbol y de madrugada. Inolvidables las excursiones a las canteras del cerro del Chiquihuite y las incursiones clandestinas a medianoche a la cocina para, literalmente, robar pan y leche, cuando por estar jugando fútbol no llegaba a tiempo para la cena.
También estuvo en una de las llamadas escuelas de tiempo completo, entraba a las 7 directo a desayunar. Los martes, a pesar de la insistencia de su hermana quien lo veía desde la puerta, no entraba al comedor porque era día de huevo cocido. Lo detestaba. Al terminar las clases regresaba al comedor para la comida. Después de un tiempo de esparcimiento, entraba con su grupo a hacer la tarea. Al salir recibía un pan con mantequilla y azúcar. Su momento favorito del día.

Ya asentados en una unidad habitacional por el rumbo del Toreo de Cuatro Caminos su madre, preocupada porque ya había cumplido 7 años, mintió en la nueva escuela. Dijo que había perdido su boleta de primer año. Como ya sabía leer y escribir, y las operaciones matemáticas básicas, no tuvo ningún problema en ser aceptado. Así, fue inscrito en segundo grado sin haber cursado el primero.
El ambiente en la escuela, asentada a espaldas del Hospital Central Militar, era digno de una película de Luis Buñuel o de una pintura de Salvador Dalí. Pero esa es otra historia, pensó mientras escuchaba Old School Yard de Cat Stevens...
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